Iguales y punto

Luego del plebiscito de octubre de 2009, un grupo de militantes sociales de diversos orígenes nos organizamos para hacer “algo”.

Desde el principio entendimos que cada paso contra la impunidad era importante y que debíamos buscar el apoyo popular para promover cualquier iniciativa.

Decidimos denominarnos “Iguales y Punto” y trabajar solidariamente con otras organizaciones sociales que enfrentan la impunidad y bregan por la consagración plena y efectiva de los Derechos Humanos. Intentamos entonces, generar un espacio que acumulara en dirección de una sociedad verdaderamente democrática y justa.

En tanto sujetos históricos y como parte del pueblo uruguayo, coincidimos en que la última dictadura nos golpeó de diferentes formas y no sólo a las generaciones que vivieron el período militar. Cargan con el peso de la impunidad también los jóvenes nacidos en democracia. Porque además de violar derechos inalienables como la vida y la libertad, el pueblo uruguayo vivió el proceso de beneficio de unos pocos en desmedro de las mayorías. Sostenemos que también es producto de la impunidad la realidad social en la que vivimos y que impide el verdadero ejercicio y disfrute de esos derechos a gran parte de la población.

Entendemos que los derechos no sólo deben estar consagrados en los papeles sino que debemos, todas y todos, velar por su aplicación práctica.

Mientras no haya verdad y justicia, mientras exista violencia de género, mientras haya uruguayos en condición de vulnerabilidad social, mientras haya una prédica de criminalización de la pobreza, mientras las palabras “discriminación” y “exclusión” sigan vigentes, los Derechos Humanos seguirán siendo una abstracción para la mayoría de los uruguayos.

Estamos en 2011 y entendemos imprescindible la erradicación de cualquier obstáculo jurídico que impida a la justicia cumplir con su función. Confiamos que si existe voluntad política, habrá solución parlamentaria.

Por todo esto, convocamos a quienes el 25 de octubre del 2009 votaron la papeleta rosada, a quienes marchan todos los 20 de mayo, a los jóvenes que al llamado del “último 20 con impunidad” llenaron la Avenida 18 de julio, a quienes a casi 2 años del plebiscito continúan usando el pin rosado. A quienes saben y sienten que los derechos humanos no pueden ser limitados u omitidos por excusas leguléyicas.

Sin exclusiones, también a quienes antes no encontraron la oportunidad y ahora sienten la necesidad de hacerlo, los y las convocamos a sumarse, a trascender cualquier diferencia, a no resignarnos, a como dijo María Ester Gatti: “No perder jamás la esperanza ni la decisión de luchar.”

Iguales y Punto


Para contactarnos: igualesypunto@adinet.com.uy







SUSANA

Eran muy jóvenes. Para el funcionamiento en clandestinidad se llamaban Susana y Pablo. Cuando ingresó en el Movimiento y le preguntaron cómo se quería llamar, sorprendida, fue el primero que se le ocurrió. Podría haberse puesto Tania o Micaela, sonaban más revolucionarios pero Susana no tenía pretensiones de luchadora heroica ni demasiada teoría que la sustentara. Mas que nada eran sentimientos de altruismo y de solidaridad con los pobres, heredados de su formación cristiana, mezclados con el pensamiento de izquierda de su padre, socialista de siempre. Pensaba en la solidaridad, no en el sentido grandilocuente y vacuo que le suelen dar algunas personas, sino en lo sustancial del sentimiento, de comprensión de lo humano y sus necesidades.
Susana tenía el convencimiento de que debía ser leal y consecuente con ellos y por eso se encontraba en la militancia clandestina de un grupo armado.

Le gustaba el cine, el baile, la ropa linda y a la moda, maquillarse y verse bonita, pero revolucionariamente ajustaba el uso de sus jeans y suéteres, al decoro exigente de la militancia. No por ello, dejó de jugarse el pellejo, y mucho más que eso: estaba embarazada.

No se creía muy valiosa, pero a pesar de no entender algunos pensamientos escuchados en reuniones políticas y de no aprobar otros tantos, estaba convencida de que eso no importaba demasiado en la consecución de la felicidad común. Callaba , acomodaba un tanto su parecer y marchaba hacia adelante.

También avanzaba su embarazo. Con Pablo habían decidido tener un hijo porque el tiempo turbulento y difícil que ya se vislumbraba no les dejaría muchas oportunidades en el futuro.

Susana creía que podía pasarles lo peor: la muerte. Estaba dispuesta a enfrentarla y dar su vida en la búsqueda de fines últimos, sublimes y esperanzadores para la mayoría del pueblo. Y amaba a Pablo. Quería que el hijo fuera suyo y tal vez era la última oportunidad.

¿Egoísmo inconsciente del amor? Seguramente años después, se lo preguntaría algunas veces.

Un día, clandestina y con su embarazo de casi cinco meses, vagando por las calles del centro de la ciudad, los dos de la mano, cansados y caminando sin rumbo, tuvieron la oportunidad de pasar la noche en casa de un compañero. Les dejó su dormitorio. Susana y Pablo hicieron el amor con mucha dulzura y desesperación, sintiéndose más unidos que nunca.

Y así conoció ése algo de amargura y dolor que acompaña las alegrías de la vida, por el miedo oculto de que ellas tengan fin y no se puedan tener para siempre. Era muy joven para saber que a veces la felicidad es un rato, un momento, un instante. Tenía miedo pero no de una manera abyecta, humillante y cobarde; por el contrario, como puede tenerlo alguien digno, sin sentirse innoble por su debilidad. Un miedo por el futuro que no le impedía seguir adelante.
Muchas veces se preguntó, ¿por qué? ¿cómo?, porque hay momentos en que todo desaparece de nuestro raciocinio y sólo queda el sentir. Momentos en que hasta la misma muerte, si nos llegara de improviso, sería para nosotros un alivio. Y eso lo descubriría más adelante, cuando ya estuviera detenida y en poder de los militares.

Pero durante el tiempo en que fue humillada, desnudada con su barriga inocente, golpeada, pinchada con agujas, repitió para sí palabras de aliento: Hijo mío! Hijo mío! Y en la desesperación y angustia se reveló y tomó la decisión de salvarse.

Pasaron los peores momentos y llegaron algunos más aliviados. Las cartas de Pablo, alentadoras, sus manualidades, la convivencia en una habitación del cuartel con otras veinticinco detenidas, mujeres jóvenes como ella, que la mimaban lo mejor que podían. Alguna, con hijos, le explicó qué le sucedería en el momento del parto. No tenía
comunicación con la familia, pero no había perdido las ganas de reír, tenía un hijo en su vientre, era una fortuna con la que las demás no contaban.

Y vivió su embarazo en las peores condiciones, pero con naturalidad. Cuando llegó el momento de dar a luz, Susana avisó al guardia de turno. La trasladaron al hospital militar en un jeep, sentada atrás, con las piernas arrolladas, a los saltos por los pozos de la calle y con guardias armados con M1.

Hizo su largo trabajo para el alumbramiento en la sala común de los presos políticos, separados por biombos. Los hombres de un lado y las mujeres del otro. Era una sala grande, de unos veinte metros de largo. Camas a ambos lados y grandes ventanales tapiados para que no se viera ni el cielo. Hacia el final, un baño pequeño, en común para todos los enfermos, torturados y como en su caso, alguna sana parturienta.
Cada uno en su cama, no podían hablar entre ellos, aunque siempre encontraban una oportunidad de intercambiar algunas palabras, generalmente de aliento pero de información que iba y venía de los diferentes cuarteles y cárceles.


Acostada, pasó sola doce horas interminables, a veces jadeando, otras, tratando de contener los latidos de su corazón, venciendo el miedo.
Debía llamar cuando las contracciones fueran cada un minuto ¿cómo saberlo sin reloj, desaparecido cuando fue detenida? Al fin pensó que la naturaleza y su salud, la ayudarían. Así debían parir algunas mujeres en el medio del campo, aisladas; o como en algunas tribus,
donde se alejan solas a tener sus hijos. Nadie les está al lado controlando su respiración o la del niño, nadie les mide la duración de las contracciones ni les alcanzan flores después del esfuerzo.

Acostada de lado, con sed y hambre, veía sobre la mesa de luz, un pancito. ¿por qué extraños ripios de la mente, años después, como en una fotografía, se presentaría ésa imagen del pancito solitario, allí expuesto, como objeto de un deseo incontenible?.

La llevaron a la sala de parto y el niño nació. Ella casi no se quejó, porque una revolucionaria debía dar el ejemplo de fortaleza, como lo habían hecho todas las anteriores. “Son las mejores parturientas del Militar”, comentaba el personal.
La pasaron en una camilla a una habitación muy pequeña; allí no entraba el guardia con su M1, que debió quedarse en la puerta. Estaba cansada, muy cansada. La enfermera puso una bandeja de hierro, que calzan sobre la cama, bajo su cara, con una taza de caldo. Y allí la dejó.

-¡Comé – le dijo el guardia – te va a hacer bien! Te vas a reponer.

-No tengo fuerza para levantar la cuchara,- contestó apenas en un susurro.

Entonces sucedió algo que unió a estos dos seres distantes con realidades muy diferentes.

El soldado dejó su fusil apoyado en la pared y empuñó la cuchara para darle de comer en la boca.

Se sintió feliz y libre como los pájaros, porque ése acto de humanidad le dio la oportunidad de expresar una alegría infinita y el deseo de compartirla. En ése momento el soldado, allí, los dos solos, sin explicárselo demasiado, tiene que haber sentido lo absurdo de
la situación. Él, preparado para terminar con la subversión, entrenado para combatir cuerpo a cuerpo con su fusil, y matar, estaba custodiando a una recién parida que no tenía fuerzas para levantar una cuchara: y se conmovió, y se contagió de la alegría y recordó las suyas con cuatro hijos y le contó todos los partos de su mujer y habló y habló hasta que Susana, cansada, se durmió.

Nunca supo por qué extraña razón no le entregaron su niño hasta pasadas veinticuatro horas, en las que se consumió de ansiedad y preocupación; porque no era digna de explicaciones, sólo era, la cero setenta y dos.

Se arrastró hasta la ducha, agarrándose de cama en cama, hasta llegar al baño; se bañó bajo el potente chorro que caía del caño sin roseta y esperó.



Y cuando tuve el bebé en brazos, aún con cierta sensación de ajenidad, ya no fui Susana; fui Yo. Yo madre con mi hijo, incorporándolo a mi vida, ya no sola. Lo miré largamente, cada detalle de su fisonomía y de su cuerpo. Sentí la maravillosa sensación de tener a alguien que era parte de mí. Y así mientras lo ponía en mi pecho con la naturalidad de mi condición, se me rebeló la más absoluta certeza: nos perteneceríamos siempre. Nos tendríamos uno al otro, pasara lo que pasara, para siempre. Y ésa, es mi más absoluta Verdad.


Más de treinta años después, cuando escucho la historia de María Claudia; pienso en cómo era yo en ése entonces. Ella, con sus diecinueve años, con su niña en brazos, con la alegría de ser madre y con la angustia y el miedo de la incertidumbre. Ella; con la inocencia de sus ideales, con la entrega de lo mejor de un ser humano, pequeña y grande a la vez. Pienso en ella, la evoco y lloro.

enviado por Carmen Maruri

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