Todos los fines de semana, a veces sábados a veces domingos, teníamos una hora de visita de niños.
Mucho se ha hablado de estas visitas, de los sentimientos fuertes y encontrados que provocaban en las madres y sus hijos esos encuentros cortos e intensos, donde se trataba de condensar todo lo que no se podía hacer en el tiempo de la vida libre.
¿Cómo hacer en una hora para dar y recibir tanto cariño, para compartir tantas tristezas y alegrías?
¿Cómo lo fuimos aceptando y viviendo lo mejor posible?
No se, pero encontramos caminos, ideas, sentimientos, preguntas y explicaciones, caricias y abrazos y muchos besos.
Mi temor de perder el cariño de mis hijos era permanente.
Pensaba que a esas visitas iban, tal vez, obligados y después me repudiarían por haber puesto en peligro su felicidad y plenitud de la infancia sin consultarlos.
No fue así, por suerte, ellos sintieron el cariño a pesar de la distancia que nos separaba y el tiempo no compartido.
Recuerdo que en las visitas mi hijo estaba siempre sonriente y parecía feliz y divertido, a mi hija en cambio, la recuerdo tristona y muy aferrada al abrazo, a pegarse a mí.
Al principio en el cuartel, mi hijo presenciaba el espectáculo militar muy excitado: ¡mamá, tocaron la trompeta! ¡ había un camión lleno de soldados! ¡ los soldados estaban marchando y tocando música!
Mi hija sólo quería estar en mi falda, tocarme, abrazarme.
En el penal, me llamaba la atención que mi hija, chiquitita, con sólo tres o cuatro años, llegaba y se sacaba los zapatos y las medias. Aunque estábamos en un lugar abierto generalmente, salvo cuando llovía.
Ahora me sorprende ver a mi nieta haciendo lo mismo apenas llega a su casa. Tal vez mi niña se sentía de algún modo llegando a su casa al estar junto a mí.
Les llevábamos juguetes y algunos alimentos para merendar, pan con dulce, manzanas.
Nos revisaban a nosotras y a ellos a fondo, a veces en formas muy humillantes. Pero pasábamos con paciencia la revisación, debíamos vernos.
Como eran conjuntas con las visitas de varios niños con sus madres, podíamos organizar juegos y lograr que ellos se divirtieran, se hacían amiguitos, se veían con algunos en otros días, y lograban sentirse mejor, ya que no eran los únicos que tenían a su madre presa.
Muchos años después supe que sí tenían vergüenza ante sus compañeros de escuela que no conocían las causas políticas: si una madre estaba presa, seguramente era una delincuente.
Debió ser muy duro para los niños no tener a sus madres en las fiestas de la escuela, a la salida de la clase, paseando los fines de semana, en los cumpleaños.
Cuando caí, ellos tenían 4 y 2 años y medio. Cuando salí tenían 8 y medio y siete años. Eran muy chiquitos.
1 comentario:
Querida... cómo emociona tu historia!!! Hoy tus hijos deben amarte mucho y seguro están orgullosos de que fueras parte activa de la resistencia! El hecho de que fueras castigada por tus ideas y por creer que un mundo mejor es posible...un mundo mejor para ellos, los debe haber fortalecido cuando tuvieron edad suficiente para entenderlo. Cuánto amor en tus palabras!
Algunos hijos... todavía se preguntan cómo muchos se mantuvieron al margen del dolor que el país vivía... algunos se lo preguntan a sus padres.
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